Cartel de las Jornadas

Tercer encuentro hacia PIPOL 11: La raíz de la autoridad no está en el padre, sino en el lenguaje

¿Lenguaje inclusivo o excluyente?

Esperanza Molleda

Miembro de la ELP y AMP

¿Cómo entender el lenguaje inclusivo desde el psicoanálisis?

Por caminos diferentes, el psicoanálisis y el feminismo que apuesta por el lenguaje inclusivo pueden coincidir en la afirmación que introduce el encuentro de hoy: en el lenguaje radica una autoridad para los humanos. Pero bien es verdad que de ese nodo de coincidencia dos caminos muy diferentes se bifurcan. Desde el psicoanálisis entendemos que esta autoridad se encarna en significantes absolutamente singulares que, viniendo del Otro primordial, tocan el cuerpo para servir de soporte al sujeto con efectos de goce. Para el feminismo que apuesta por el lenguaje inclusivo, sin embargo, se entiende que esta autoridad proviene del lenguaje común tomado como un universal, igual para todos, que al estar marcado por la ideología patriarcal tiene efectos de ‘performar’, de dar forma a un tipo determinado de subjetividad marcado por la desigualdad en lo que se refiere a la diferencia sexual. Es notable que, para ambos discursos, esta autoridad se da más allá de lo consciente, pero ambas se diferencian en que, mientras para el psicoanálisis ese Otro del lenguaje sólo se encuentra marcado por la singularidad de los seres hablantes, para el feminismo es un Otro desigualmente marcado para hombres y mujeres.

El feminismo que apuesta por un lenguaje inclusivo parte de la constatación de que en el uso del lenguaje común hay una serie de sesgos que no pueden considerarse aleatorios desde la perspectiva de la diferencia entre los sexos.

Por un lado, destapa que en la apropiación del campo de lo neutro por el género del masculino gramatical, el uso del masculino genérico, en su ambigüedad potencial, favorece la invisibilización de las mujeres. Por ejemplo, si afirmamos que “un equipo de investigadores ha descubierto un nuevo tratamiento contra el cáncer”, estamos seguros de que hay hombres en el equipo, pero si hay o no mujeres queda invisibilizado. La afirmación no despierta lo femenino en lo imaginario, salvo que el imaginario del escuchante ya esté poblado de antemano de imágenes de “investigadoras mujeres”.

Por otro lado, constata que palabras que existen en el lenguaje común tanto en masculino como en femenino cambian su valencia de significado según el género. Las opciones masculinas tienen un valor positivo o neutro, mientras que las opciones femeninas tienen un valor negativo o de menor valor respecto a sus contrapartes masculinas, y no ocurre al contrario. Por ejemplo, “hombre público”, es un hombre conocido socialmente por sus méritos, mientras “mujer pública”, es prostituta; “gobernante” es un hombre encargado del gobierno de una nación, mientras “gobernanta” es una mujer encargada de la organización de una casa, hotel o residencia; o  “brujo” carece del matiz altamente peyorativo de “bruja”. En este marco, observamos que ha sido imperceptible la feminización de profesiones o trabajos que tienen menor valor social: “asistenta”, “limpiadora”, “cajera”, “dependienta”, mientras que ha habido y hay una mayor resistencia a asumir este cambio en profesiones o trabajos de prestigio: “jueza”, “médica”, “ingeniera”. “ministra”, “presidenta”. Encontramos pues este sesgo de desvalorización de lo femenino.

En un tercer lugar, encuentra un trato asimétrico en el uso estereotipado del lenguaje que a menudo pasa desapercibido, los hombres suelen ser nombrados por su nombre y apellidos, por su profesión, por su estatus social, por su nacionalidad, mientras que las mujeres suelen ser nombradas como “una mujer”, o son designadas por sus cualidades físicas, por su forma de vestir, por su estado civil, por su relación con otra persona: “esposa de”, “madre de”, “hija de”. A este respecto, es significativo que para los varones exista un único tratamiento de cortesía como “señor”, mientras que para las mujeres todavía exista la diferencia entre “señora” y “señorita”, para señalar si existe su vinculación sentimental, conyugal o de pareja de la mujer en cuestión con un hombre.

Estos sesgos  son interpretados por el feminismo como una consecuencia de una sociedad patriarcal y desigualitaria en lo que a la diferencia sexual se refiere. Desde la perspectiva del psicoanálisis, la dificultad con lo femenino y la invisibilización, la desvalorización, el recurso a lo imaginario o a la vinculación con el otro como modos de tratar con ello tampoco resultan ajenos. De hecho, a esto apunta Lacan cuando juega con el lenguaje diciendo que a la mujer se la dit-femme- diffâme.[1] Es decir, en el intento de decir a la mujer, se la difama, se la dice mal, se la mal-dice. Lo femenino no entra bien en el orden del lenguaje.

Desde el inicio del psicoanálisis se constata que lo femenino es un obstáculo. Con Freud, es obstáculo en el orden del padre que el Edipo intentaba articular y es una objeción al poder organizador que el “tener” un pene parecía ofrecer. Y con Lacan, acabaremos ubicando lo femenino en el territorio de un goce que es refractario a todo ordenamiento.

La dificultad que lo femenino representa para el orden establecido es entendida de forma muy distinta por el discurso analítico y por el feminismo e implica, en consecuencia, praxis muy distintas. Como sabemos, el psicoanálisis invita a la experiencia única de encontrarse con un psicoanalista para ir desbrozando el entramado de significantes que armaron al sujeto para hacerse con este goce fuera de orden que lo femenino puede representar, y así poder producir otro anudamiento menos sufriente que aquel que le llevo al análisis. Mientras que el feminismo apuesta por “forzar” un cambio en el lenguaje universal a través del lenguaje inclusivo para que deje de estar tocado por este tratamiento desigual en lo que se refiere a lo femenino, con la esperanza de que este cambio hará posible que lo que lo femenino representa deje de ser “difamado”, “mal-dicho”. “mal-dito” por el lenguaje.

¿Cómo leer desde el psicoanálisis la posición del feminismo que apuesta por el lenguaje inclusivo? En los años 70, Lacan propuso con sus fórmulas de la sexuación dos modalidades de respuesta a este goce fuera de orden. En la modalidad masculina, se da la suposición de que este goce va a poder “ordenarse y dominarse” por la función del falo. Ante la constatación de que esto no es así, cuando el falo falla y el sujeto se ve enfrentado a dicho goce, la lógica masculina ofrece la posibilidad de creer en la excepción: existe “al menos uno” que sí que logra cubrir todo por medio de la función del falo. Así el sujeto que opta por esta modalidad puede vivir aspirando a identificarse a esa excepción.

 Mientras tanto desde la modalidad femenina, el sujeto se encuentra dividido entre la constatación de que la función del falo, por un lado, permite cierto grado de ordenamiento y de dominio de ese goce; pero, por otro lado, no puede dejar de comprobar que está afectado por algo que le excede, que no logra ser conquistado por esta función. En la modalidad femenina, el sujeto navega entre dos aguas, se mueve en la posición que Lacan ha identificado con la función lógica del no todo. El sujeto en posición femenina surca, como puede, los territorios del no todo se halla bajo la función del falo.

Sabemos que no es automático que por tener un cuerpo biológicamente masculino, un sujeto se sitúe en la lógica masculina, ni viceversa, que por tener un cuerpo biológicamente femenino, se sitúe en la lógica femenina. Pero tampoco podemos afirmar que sea lo mismo estar en la lógica masculina desde un cuerpo de hombre que desde un cuerpo de mujer (o desde un cuerpo masculino que no logra vehiculizar el goce condensándolo a través del funcionamiento fálico de su pene). Desde un cuerpo femenino se complica el funcionamiento de la lógica masculina, puesto que las vivencias del cuerpo real (por ejemplo, el desconocimiento de la experiencia de la tumescencia/ detumescencia del pene o la experiencia del ciclo menstrual) así como el efecto que se tiene en el otro por tener un cuerpo de apariencia femenina, imponen con más empuje ese goce que no logra ser fácilmente canalizado por la lógica fálica. Asimismo tampoco es lo mismo estar en la lógica femenina desde un cuerpo femenino que desde un cuerpo masculino, ya que la pregnancia de la experiencia de la tumescencia/ detumescencia y de la dependencia de un objeto que la despierta o no más allá de la voluntad del sujeto conllevan mayor ceguera respecto al goce que queda por fuera de la función fálica.

Por otro lado, para todo ser hablante es más fácil situarse en la modalidad masculina en tanto que el orden del lenguaje y la cultura se construyen dentro de la lógica fálica. De manera que ubicarse en la lógica masculina es una salida primera o espontánea para muchas mujeres ante el encuentro con ese goce refractario al orden. Así Freud localizó la identificación masculina como una de las respuestas de las mujeres ante la dificultad de lo femenino y Lacan explicó la lógica que relacionaba esta respuesta con la estructura histérica, dando incluso a esta respuesta el estatuto de discurso, el discurso de la histeria.

Entendemos entonces que la apuesta del lenguaje inclusivo se da desde la lógica masculina, ya que es un intento de ordenar bajo el orden fálico este goce que lo femenino representa, aspirando a que las mujeres como encarnaciones de lo femenino puedan llegar a ser como el otro imaginado de la excepción, en este caso, ese hombre supuestamente todopoderoso con el que a menudo dialoga el discurso feminista. Pero, entendemos además que esta respuesta se da desde un cuerpo femenino o masculino que no logra condensar el goce en el funcionamiento fálico del pene (de ahí que el lenguaje inclusivo se extienda a alternativas de identificación sexual, como la no binaria, o la transexualidad).

Cuando se responde a este goce indomable con la modalidad masculina desde un cuerpo masculino, es más fácil poder identificarse imaginariamente con el Otro de la excepción, y que esta identificación sirva de sostén para orientar la vida en intentar ser uno mismo ese Otro de la excepción. Pero cuando se responde con la modalidad masculina a este goce desde un cuerpo femenino o asimilado, este Otro de la excepción no es tan fácilmente utilizable como medio de identificación. Así se produce un viraje que caracteriza al discurso de la histeria, el Otro imaginado como no afectado por la castración se convierte en un Otro al que el sujeto dividido reclama, en su supuesta omnipotencia, un “arreglo” para eso que no se logra domesticar.  Pero el hecho es que la estructura no perdona, ese goce es refractario a ser tratado por el lenguaje y por la lógica fálica. Por lo tanto, esta posición se encontrará con la imposibilidad implacable de que su demanda se vea satisfecha. Así la ferocidad de la reivindicación hacia ese Otro no encuentra otro camino más que crecer, mientras esta imposibilidad sea leída como impotencia.

Desde esta impotencia no reconocida como imposibilidad las políticas de lenguaje inclusivo, transforman su reivindicación al Otro en un forzamiento, en un “ejercicio de poder”[2] sobre el lenguaje y su uso. Los detractores de la apuesta por el lenguaje inclusivo, por su parte, no dejan de situarse asimismo en “el ejercicio de un poder”, ya que ambos fracasan en el intento de “sostener auténticamente una praxis”. En este caso, la praxis que implica hacer algo con ese goce fuera de orden que se impone (y que es representado por lo femenino u otras alternativas de identificación sexual), la praxis del “saber hacer” con el no-todo bajo la ley del falo que hace vivible ese goce.

Sin embargo, no podemos olvidarnos del valor que Lacan reconocía al discurso de la histeria de  hacer avanzar el saber. ¿Cómo podemos entender este avance en el saber en lo que respecta a la apuesta por el lenguaje inclusivo? Esta apuesta hace saber al discurso del Amo acerca del impasse del dit-femme/diffâme lacaniano. Hace saber que el Otro del lenguaje no es un Otro neutro únicamente marcado por la singularidad de los seres hablantes implicados, sino que es un Otro marcado por su modo peculiar de tratar lo femenino. El Otro del lenguaje que encarnaron nuestros Otros primordiales se acercaba a lo femenino desde la invisibilización, la desvalorización, el recubrimiento por lo imaginario y la referencia a su relación al otro  y es muy distinto del Otro del lenguaje que encarnan los Otros primordiales hoy en el que se criminaliza cualquier acercamiento al antiguo modo de tratar lo femenino y en el que lo masculino está en el banquillo de los acusados.

Desde esta hipótesis quizás se podría entender que el cuestionamiento que hoy viven los sujetos respecto a las identificaciones sexuales y a la multiplicación de las formas de goce, sería hijo de que sus marcas singulares vienen de un Otro del lenguaje afectado por  las revueltas que supusieron los movimientos de “liberación” que prosperaron en la segunda mitad del siglo XX. En ese caso, estaría por ver qué efectos tendrá este forzamiento del Otro del lenguaje que implica el lenguaje inclusivo en las marcas singulares de los seres hablantes que ahora llegan a él.


[1] Lacan, J., El Seminario, libro 20: Aún, Buenos Aires, Paidós, 2008, pág. 103.

[2] Lacan, J., “La dirección de la cura y los principios de su poder”, Escritos 2, México, Siglo XXI editores, 2003, p. 566.

Zacarías Marco

Socio de la sede de Madrid de la ELP

Limpieza Lingüística

Voy a aprovechar que nuestro encuentro se enmarca en una serie más amplia sobre Clínica y crítica del patriarcado para centrarme en uno de los aspectos más polémicos de esta nueva lucha política e ideológica a escala global, el llamado lenguaje inclusivo. Un movimiento que dice retomar la bandera de la no discriminación y la igualdad de género, y promueve en los distintos países una serie de cambios en el lenguaje, tanto en el léxico como en su estructura. Se presenta como heredero de la filosofía francesa posestructuralista y deconstruccionista, de Foucault a Derrida, pero sobre todo en la interpretación que de ellos hiciera la filósofa norteamericana Judith Butler.

Recordemos que su propuesta partía de una sustitución del sexo por el género (gender), llevando su disputa al ámbito estrictamente social, donde se entiende el género como efecto de un montaje cultural, en principio de la cultura dominante, donde la existencia de unas fallas permiten también su desmontaje. Queda entonces aprovechar estas fallas para una lucha que puede desde dentro cambiar el orden de las cosas. Un ejemplo de este pensamiento nos lo da su versión de la performatividad, un término que proviene de los enunciados performativos de Austin, pero difuminando su límite. Los enunciados performativos, cuando se ajustan a una condición previa, se convierten en actos al ser expresados. En la teoría de Butler esta condición inicial queda diluida, y todavía más en las interpretaciones posteriores, que han radicalizado las posibilidades de intervención. En resumen, esta sería la base ideológica del movimiento.

Esta nueva perspectiva impulsa desde las universidades americanas una nueva versión del feminismo que se extiende a otras áreas: los estudios poscoloniales, el movimiento woke… El denominador común, un activismo que se pretende antidiscriminatorio, que, por un lado hace una lectura de la historia como dominación patriarcal y, por otro, ofrece una teoría con capacidad para combatirlo a través del empoderamiento. ¿Para qué perder el tiempo con infinitas luchas de clases cuando podemos intervenir directamente en nuestros cuerpos, en nuestros afectos, o en aquello que nos configura y moldea la cultura, el lenguaje?

Esta creencia en las posibilidades de acción directa conducirá a una serie de impases, a los que este pensamiento responderá con una nueva radicalización. Lo veremos en la propuesta del lenguaje inclusivo, pero me interesa destacar de entrada una paradoja respecto al afecto que lo acompaña. Mientras los avances sociales son evidentes en el último siglo, el sentimiento de discriminación y de victimización últimamente se ha disparado. Ya no podemos pensar por fuera de esta polaridad. Queríamos salir de un binarismo y hemos ingresado en otro, uno que se apresta ahora a señalar al lenguaje como la base y reducto último de la discriminación. Así es cómo este campo de batalla ha cobrado hoy en día una dimensión espectacular, convirtiéndose en la nueva punta de lanza del movimiento. Si el machismo ha anidado en el lenguaje, es preciso proceder a su limpieza, tanto en el nivel de los usos como de las estructuras.

El resultado, una intervención de la lengua inédita en la historia de la humanidad. Porque hasta ahora se admitía que los cambios sociales tenían su eco en ese cuerpo vivo, común a todos los hablantes, que es la lengua, donde se acababan trasladando los nuevos usos admitidos, pero ahora asistimos a un proceso inverso, la creencia de que cambiando la lengua, cambiaremos la sociedad. Bien es cierto que, como programa político, no es nuevo, ha sido la ambición última de todo régimen totalitario, como bien recogió Orwell, pero ahora el movimiento purificador no emana de las élites dirigentes sino de las calles, y sobre todo de las universidades, que han desplazado a las élites en el papel de policía de la lengua. Una paradoja que ha sido destacada por varios lingüistas. En efecto, el ataque a las Academias de la lengua (cuya actitud se podría calificar de democrática, por recoger lo que emana del uso común), se realiza ahora por parte de una minoría que intenta imponer un uso particular, no consolidado de la lengua (por tanto, no democrático). El mundo al revés. Avanzo ya una sospecha que quizá os sorprenda. ¿No será esta minoría la encarnación de la verdadera ideología dominante?

Acotaré el ámbito de lo que me interesa tratar, la polémica generada a partir de la interpretación del uso del género en la lengua. Concretamente, el ataque que sufre el género lingüístico masculino como género “no marcado” (es la expresión técnica), es decir, cuando se usa como genérico, esto es, cuando habla de la clase y no del subgrupo. Voy a intentar mostrar con ejemplos el malentendido en el que dicho ataque se sustenta para ir después a la visión del lenguaje y del verdadero alcance de la intervención política que se pretende.

Sobre el uso del masculino genérico, como género gramatical no marcado (por ejemplo, si digo que os hablo a vosotros, no estoy excluyendo a nadie), pesa la interpretación de ser un reflejo de un modelo de relaciones patriarcales que invisibiliza a las mujeres. El problema no estaría en ese aspecto superficial que es el léxico, como lo es también en la lengua la fonética y la escritura, sino en la estructura del lenguaje, en su gramática. ¿Qué puede haber de cierto en dicha acusación? ¿Son las lenguas sexistas, cuya estructura podemos y debemos intervenir, o estamos ante un intento de asaltar el carácter simbólico de la lengua? Y en caso de éxito, ¿cuáles serían sus resultados?

Una de las principales paradojas de estas teorías es que, tras pretender evacuar la noción de sexo por otra más fluida, el género, acaben introduciendo el sexo donde no lo había, en el género gramatical. Pero empecemos por lo que es el género gramatical y por qué no se debe confundir con el sexo.

Dado el alcance universal de la propuesta, es preciso decir algo del funcionamiento de las lenguas y de cómo evolucionan. Los lingüistas, los que derivan del estudio de las lenguas unas leyes de su funcionamiento, constatan que los únicos propietarios de las lenguas son los hablantes y es el uso que hacen de ellas lo que las conforma. Naturalmente, los usos reflejan las sociedades y los cambios que en ellas se producen. Cuando las sociedades cambian se introducen nuevos usos en el léxico, pero raramente en la gramática. Hasta la fecha, dichos cambios no han tenido éxito si venían de decisiones conscientes y programadas.

(Podemos añadir en este punto una cita de Derrida, de su libro Lengua por venir, donde habla de la necesidad de ser dócil a la lengua, lo que no es en absoluto incompatible con la participación activa: “Si escribo con la autoridad incisiva, decisiva de alguien que hace llegar algo, que hace lo que dice, no se llega a nada. Para que algo llegue, es decir me llegue o llegue de la lengua, hay que renunciar a la autoridad performativa que decide lo que llega. Si quiero hacer llegar algo, nada llega[1]. Recojo esta cita, omitiendo los testimonios sobre todo de lingüistas, en la mayoría mujeres, que son en realidad la base de este artículo y a las que con él me gustaría rendir homenaje, para mostrar la lectura sesgada que desde las universidades norteamericanas se ha hecho de la filosofía francesa. Por eso tomaré más adelante también algo de Foucault, que va a la contra de esa utilización).

Toda lengua se articula alrededor de una estructura donde se interconectan múltiples funciones que subdividen y clasifican internamente las palabras. Estas funciones son el vehículo de nuestro pensamiento, inseparables de él. Llamamos a esta estructura la gramática, donde diferenciamos las partes del discurso (artículo, sustantivo, verbo…), las modalidades (número, género, tiempo, modo…) y las relaciones sintácticas (coordinación, subordinación…). El género es, pues, una modalidad, una de las que se introducen (o no) en las lenguas, llevadas por un interés diferenciador y en un proceso de siglos, en el que participamos activamente, pero sobre todo inconscientemente. Estas funciones conforman el organismo vivo de la lengua, expresando nuestra sujeción a lo simbólico.

La distinción de género puede ser muy variada: animado / no animado; masculino / neutro / femenino; masculino / femenino. Hay lenguas que tienen más de diez géneros distintos (tamaño, procedencia…); otras, en cambio, como las lenguas chinas, no tienen. En el caso del castellano, como otras provenientes del latín, contamos con dos géneros, masculino y femenino. No hay género neutro en castellano, salvo unos fósiles del género neutro latino. Quiere decir que en estas lenguas determinado tipos de palabras (nombres, adjetivos, demostrativos…) se han de adscribir necesariamente a uno u otro. Esto es válido tanto para lo animado como lo no animado. Para el mundo inanimado hay consenso en que esta adscripción de género es arbitraria. No hay razón por la cual en castellano el sol es masculino y la luna femenino (en alemán es al revés). Si pensamos en las plantas, los árboles en latín eran de género femenino, y neutro sus frutos. En castellano suelen ser de género masculino, y femenino los frutos, aunque no siempre. En cuanto al reino animal, el género equivale en muchos casos al sexo, pero no siempre. Podemos deducir que su existencia refleja nuestro interés diferenciador, pudiendo no haberlo. Por ejemplo, la hormiga tiene como especie género femenino, pero también como espécimen, independientemente del sexo. La morfología de la palabra es invariable. A estos nombres cuya flexión en cuanto al género es nula se les llama epicenos. Epicenos son persona, visita, delfín… Si queremos añadir información del sexo introducimos la distinción adicional macho o hembra. Otros nombres flexionan totalmente (niño/niña) y en otros la flexión se traslada al artículo, (el artista/la artista).

Se sigue de todo esto la confusión que se produce al equiparar género y sexo cuando lo importante es el funcionamiento de la lengua. Si ponemos el foco en el funcionamiento, observamos, además, fenómenos de carácter estructural que afectan a todas las lenguas. Por aquí, el asunto se vuelve más interesante. No qué pensamos, sino cómo pensamos. ¿Cuáles serían según la lingüística moderna sus leyes internas?

Quizás la más importante es la falta de correspondencia directa entre palabra y cosa, que es lo propio del sistema simbólico, la brecha que abre para introducir la posibilidad de la representación. El resultado, impedir la clausura del sujeto, por la vía de habilitar el lugar de la enunciación y la posibilidad del malentendido. Naturalmente, esta falta de comunión de esencias, origen del símbolo, se refleja en todos los órdenes. El género gramatical es solo uno de ellos: puede equivaler al sexo, pero en la mayoría de los casos no lo hace. Por lo tanto, el género gramatical no es el sexo.

En castellano, el género lingüístico masculino es el “no marcado”, quiere decir que es el género utilizado también como inclusivo, apto para nombrar otra función, la clase. Permite no dar información sobre el sexo cuando no es relevante. Si digo ‘el perro es el mejor amigo del hombre’, no estoy introduciendo nada que discrimine. Perro, amigo, hombre, son aquí clases, nada más. En cambio, cada vez que utilizo el femenino, estoy estableciendo una distinción, por ello el femenino es el género “marcado” o exclusivo. Estas distinciones nos sirven para discriminar usos cuando queremos introducirlas. Por eso, cuando hablo en genérico, hablo por definición de manera no discriminatoria.

Así ha funcionado hasta ahora nuestra lengua, dando prioridad a las funciones. De ahí la importancia de las leyes de concordancia. Cuando fallan dejamos de entendernos, más allá de que la necesaria atribución de género a varios tipos de palabras nada tenga que ver en la mayoría de los casos con lo masculino y lo femenino sexual. Persona, víctima, policía, tienen género femenino y concordarán así con artículos, adjetivos, etc., independientemente del sexo real, que es una información adicional. Decir que la lengua alberga en su seno discriminaciones sociales no tiene desde el punto de vista lingüístico el menor sentido. Mein Kamp, de Hitler, y su opuesto, Todesfuge, de Celan, están escritos en la misma lengua. Su diferencia estriba en la enunciación, en el discurso.

Esta propiedad simbólica fundamental del lenguaje, la no concordancia, que nos evita caer en el pensamiento de las esencias, la encontramos por todas partes. En el número, donde el no marcado es el singular, o en los tiempos verbales, donde el no marcado es el presente. Por el contrario, si utilizo el plural o tiempos verbales que no sean el presente, introduzco una marca, con una información adicional que nos resultará insoslayable. Esta propiedad de la lengua también la vemos cuando digo que el año tiene 365 días. Nadie se sorprenderá de este uso genérico, por mucho que llamemos también ‘día’, en oposición a la noche, a su parte luminosa. Por eso no decimos que el año tiene 365 noches, ni tampoco que tiene 365 días y 365 noches. No hablamos así. Elegimos. Y la elección es arbitraria porque la palabra no tiene esencia, alberga distintos significados para mantener abiertas, que es lo importante, funciones diferentes.

Ahora bien, ¿por qué elegimos? Los lingüistas hablan aquí de otra de las leyes que podemos inferir de las lenguas, la economía. Tendrán más éxito las expresiones que den la misma información con el mínimo número de palabras; y cuando dejamos de hacerlo, lo que sufre es la comprensión.

Naturalmente, es legítimo preguntarse por qué utilizamos como genérico el masculino, siempre que no caigamos en la trampa de derivar de ello una discriminación. El problema es que si nos dejamos conducir por los sentimientos o por las identificaciones, una vez introducida dicha interpretación no hay salida posible. Si concluimos que discrimina, hacer genérico el femenino, o cualquier otra propuesta, no evitará la discriminación. Porque si definimos a la estructura como sexista, también lo sería el genérico femenino. ¿Lo sostendríamos en base a una justicia compensatoria? ¿Y por cuánto tiempo? ¿Después de cuántos siglos habría que compensar al genérico masculino de la nueva discriminación? Fijaros que por ese camino también podría sostenerse lo contrario, que el genérico femenino invisibiliza precisamente lo femenino, puesto que al decir ‘nosotras’ no haría referencia a las mujeres. ¿Cuál sería la solución? Está sobre la mesa suprimirlo, suprimir directamente el uso genérico, tal como se recomienda en numerosas guías. ¿Sería una solución? ¿Qué ocurre en otras lenguas? Pues que la discriminación se percibe en otro lugar, donde se aplica el mismo celo corrector. De poco sirve que tengamos lenguas como el persa, sin la oposición masculino / femenino, o directamente sin género, en sociedades no menos patriarcales (si ese patrón es válido), la ofensa y el celo por aplicarle a la lengua una cirugía estética permanecen.

¿Cómo pensar esta ofensa y qué se busca corregir? Creo que no conviene engañarse, estamos ante una visión del lenguaje que recorta su función simbólica proponiendo una concordancia con lo nombrado, una restitución de la pérdida inherente a lo simbólico. Casi hace pensar en una episteme previa a la edad moderna, cuando, siguiendo a Foucault, las palabras equivaldrían a las cosas. Una confusión que ha destapado la caja de los afectos. En vez de la estructura sujetando el goce, el goce limitando la estructura. El núcleo del pensamiento que sostiene este intervencionismo es la creencia de que sería posible y alcanzable una relación correcta, sin malentendido posible, entre las palabras y lo que nombran. Intentar cancelar ese lapso implica negar el misterio de la subjetividad, la imposibilidad de relación sexual. El resultado no debería sorprendernos, la supuesta inclusión nos lleva inexorablemente a la exclusión. En nombre de la no discriminación se discrimina, se señala, se persigue, o como se dice en vocabulario woke, se cancela. Se empieza por los enemigos de siempre y enseguida son los compañeros de viaje los que ocupan la plaza. Porque una vez que dinamitamos una parte del simbólico que nos regula entramos en el mundo de las oposiciones, de las disputas imaginarias.

Según avanzaba en la lectura, cada vez tenía más la impresión de que la lucha por la igualdad de derechos ha quedado cautiva por un movimiento que en realidad no tiene mucho que ver con ella. El problema reside en el recorte que se pretende a lo que constituye al lenguaje mismo, su capacidad simbólica. Una capacidad que toma cuerpo formando un sistema donde sus elementos se dividen e interconectan a través de múltiples leyes internas (no correspondencia, economía, concordancia). Dicho sistema, que está en permanente cambio, expresa su vitalidad y la de los hablantes siempre y cuando no pretendamos mutilarlo en sus funciones. El tira y afloja contra las posibilidades simbólicas no es nuevo, sí la expresión, la forma en que las nuevas identificaciones imaginarias nutren los antagonismos sociales. No interesa cómo son las cosas sino cómo las sentimos, ahora a partir de posiciones fantasmáticas favorables a un discurso de victimización que se carga de agravios ancestrales para atacar a un adversario que se encarna en cualquiera. Probablemente el lenguaje no sufra demasiado con ello, pero entre medias, cuánta discriminación en nombre de su contrario.

Un discurso puede estar inyectado de sentido, es lo suyo, pero no la lengua. El lenguaje no es igualitario ni deja de serlo, no determina lo que pensamos, sino que es, como decía Benveniste, lo que nos permite pensar. “La posibilidad del pensamiento está ligada a la facultad del lenguaje, porque el lenguaje es–subrayo esto– una estructura no formada por el sentido, y pensar es manejar los signos del lenguaje”. [2]

¿No estaremos hoy en día ante un intento de recortar su capacidad? ¿No sería esto lo que finalmente molesta, la capacidad simbólica del lenguaje, su no correspondencia, su acción limitadora del goce particular?

Según escribo estas líneas leo la prohibición de la puesta en escena de un Esperando a Godot en una universidad de los Países Bajos, otrora un país emblema de tolerancia y refugio de perseguidos. La razón, incumplir los requisitos de paridad del centro. Por lo visto, resulta inaceptable que sus cinco actores sean varones, por más que los cinco personajes de la obra lo sean. Un ejemplo de la sustitución de la norma simbólica por su perversión imaginaria, dando rienda suelta al disparate. La compañía, que por cierto sí cumple los requisitos de paridad, se quedó en el vacío, actualizando esa espera a alguien que no vendrá, que muestra en la obra de Beckett el exilio propio de la condición humana. ¿No será este vacío, común a todos, impreso también en el lenguaje, lo que hoy se pretende cancelar?

Zacarías Marco, 16 de mayo de 2023


[1] Derrida,J, Cixous, H., Lengua por venir. Barcelona,Icaria,2004, Pág142.

[2] Benveniste,E., Problemas de lingüística general. Tomo I, Siglo XXI editores,1971, Pág 74.

Violeta Conde

Socia de la sede de Madrid de la ELP

“Reseña sobre el tercer encuentro hacia Pipol 11: La raíz de la autoridad no está en el padre, sino en el lenguaje. ¿Lenguaje inclusivo o excluyente?”

No quería dejar pasar la oportunidad de transmitir mis resonancias del que fue el tercer encuentro hacia Pipol11 con los trabajos de Zacarías Marco “Limpieza lingüística” y Esperanza Molleda “¿Cómo entender el lenguaje inclusivo desde el psicoanálisis?”, que dieron lugar a una acalorada conversación que comenzó sin siquiera haber concluido las lecturas de tan interesantes trabajos, lo que nos hace pensar en la vigencia y potencia del tema para sacudir nuestros afectos.

No pretendo hacer un recorrido detallado de los trabajos que presentaron, a los cuales remito como lecturas muy recomendadas, sino dar cuenta de algunas ideas que recogí de ambos y comentar las reflexiones que me suscitaron.

Zacarías nos brindó un detallado análisis referente a la estructura del lenguaje, mostrando que el género es una función lingüística, y no hay una necesidad lógica en su relación al sexo biológico. Hay lenguas que ni siquiera tienen femenino o masculino, sino neutro, o tienen los tres o ninguno, pero en todo caso: no hay correspondencia del género con el sexo. Así como es característico del lenguaje, que no haya univocidad entre la palabra y aquello que representa. La palabra, no es la cosa.

El lenguaje no es sexista como bien explica Zacarías remitiéndonos a Benveniste “no determina lo que pensamos, sino es lo que nos permite pensar”. Hay que estar advertidos de los peligros que supone la intención de limitar las funciones del lenguaje, pues ya se plantean propuestas como la de eliminar el uso del genérico, para combatir el supuesto sexismo implícito en nuestra lengua.

Parece constituirse una tendencia a tratar de que la palabra tenga su correspondencia unívoca a la cosa, a no tolerar la distancia que se produce. Es una visión esencialista del lenguaje que contradice justamente las leyes y la riqueza del lenguaje, la arbitrariedad que posibilita la apertura del sujeto, su enunciación. La capacidad simbólica del lenguaje, es decir su no correspondencia, la posibilidad del malentendido, el hecho de que al hablar hay algo que siempre se escapa y que nunca serán suficientes las palabras para decir lo que queremos decir, es lo que introduce la posibilidad de representación, y permite el pensamiento. En este sentido, Zacarías lanza una hipótesis:  “¿No será este vacío, común a todos, impreso también en el lenguaje, es lo que hoy se pretende cancelar?”.

Por otra parte, Esperanza inicia su conferencia trayendo la relevancia que tanto el psicoanálisis como el feminismo del lenguaje inclusivo dan al lenguaje. Y sin embargo, muestra cómo el desencuentro es radical respecto a la forma en que se entiende el Otro del lenguaje, y también así, conllevan praxis bien distintas.

Para el psicoanálisis, se trataría de la marca de goce singular que producen ciertos significantes particulares para el sujeto. Para el feminismo del lenguaje inclusivo, el lenguaje se asienta en un modelo patriarcal que basado en una desigualdad por la diferencia de sexos, marca en su uso a la mujer con un menos. 

Como plantea Esperanza en su trabajo, el psicoanálisis y este feminismo del lenguaje inclusivo tienen en común reconocer que lo femenino hace obstáculo, que hay algo de lo femenino que representa una dificultad para el orden establecido. El uso que se hace del lenguaje refleja algo de la dificultad del ser hablante con lo femenino. Así, recuerda a Lacan cuando dice que a la mujer se la dit-femme- diffâme. Es decir que, en el intento de decir a la mujer, se la difama, se la dice mal, se la mal-dice. Que lo femenino no entra bien en el orden del lenguaje. Sin embargo, la manera que tienen de entender esto es muy diferente y por tanto también lo son sus prácticas. El forzamiento sobre el lenguaje y su uso implica una práctica de poder, bien distinta de la praxis y la lógica del discurso analítico, que se trataría más bien de saber hacer con el no-todo.

En su texto Esperanza entiende que la propuesta del lenguaje inclusivo se da desde una lógica masculina en un “intento de ordenar bajo el orden fálico este goce que lo femenino representa”. Las feministas del lenguaje inclusivo, leído desde el discurso histérico, reclaman un Otro que venga a dar cuenta de un ‘arreglo’ de aquello que no se puede domesticar, de ese goce más allá del falo. Sin embargo ese goce está fuera del lenguaje y la lógica fálica, por lo que su demanda es imposible, aunque sea interpretada en su insatisfacción como impotencia (y es por esto, que insiste y crece).

Esperanza rescata de Lacan que el discurso histérico hace avanzar el saber. Esta reivindicación entonces hace notar al Amo que a la mujer se la difama, se la dit-femme.

Es importante recordar que no todo feminismo es este nuevo feminismo del lenguaje inclusivo. Y si bien el lenguaje no es sexista, pues la estructura del lenguaje refiere a sus funciones y el género es una función que no corresponde con el sexo, también es innegable que en el nivel del uso del lenguaje, con todo su despliegue imaginario, se refleja esta realidad social en la cual a la mujer, siguiendo a Lacan, se la difama, se la dit-femme

Me parece pertinente diferenciar ciertas dimensiones de la lengua, pues no es lo mismo hablar de la estructura (gramática), el uso (referente al léxico), y el discurso (que tiene que ver con el sentido).

Cuando se apela a la estructura del lenguaje como discriminatoria, creo que se trata más bien de una cuestión imaginaria. Por ejemplo, cuando se sentencia que hay “invisibilización” de lo femenino con el uso del genérico. Considero que no hay sexismo por utilizar el genérico masculino ya que este uso es arbitrario y tiene que ver con una función del lenguaje. Si no entendemos que es es una cuestión arbitraria y por el contrario pensamos que es sexista, entonces ¿adónde nos llevaría cambiarlo por su contrario, es decir usar el genérico femenino? ¿no estaríamos entonces excluyendo lo masculino? Y si lo sustituyésemos por una nueva forma de nombrar el genérico, ¿no estaríamos dejando de lado a aquellas nuevas identidades que pudiesen formarse que no se sintiesen representadas dentro? Pensarlo así nos hace entrar en una inevitable discriminación, ya que justamente se refuerza la oposición masculino-femenino y siempre quedará algo excluido.

Sin embargo, me parece que en el lenguaje se refleja una realidad social evidentemente discriminatoria a nivel de su uso y de su sentido. Como por ejemplo el hecho de que “mujer pública” y “hombre público” adquieren diferentes significados, así como que profesiones como asistenta, limpiadora, cajera… se hayan feminizado sin mayor problema, pero haya una resistencia a la feminización de profesiones más valoradas socialmente, como jueza o médica.

Esta realidad social se refleja y resuena en el uso del lenguaje, y es desde este lugar, y esto es mi posición personal, que me parece legítimo reivindicar la lucha de la mujer expresándonos de forma particular al hablar. Feminizar profesiones, usar el genérico femenino o enumerar las clases al hablar “todos y todas”, me parece que es hacer un uso político del lenguaje, pero que no hemos de confundir esto con la función simbólica del lenguaje y su estructura. Desde luego hacer este uso político es muy diferente de pretender limitar sus funciones gramaticales, de imponer su uso o pensar que cambiándolo lograremos controlar las mentes y lograremos un cambio social, justificado en un bien para todos…

Siguiendo a Benveniste, el lenguaje es una estructura no formada por el sentido. La gramática no es sexista, no tiene sentido, más bien somos nosotros los que vemos el sexo en donde en realidad, no lo hay.

Como dice Zacarías “los usos reflejan las sociedades y los cambios que en ellas se producen. Cuando las sociedades cambian se introducen nuevos usos en el léxico, pero raramente en la gramática”.

La situación de desigualdad en la que se encuentra la mujer en la sociedad no es un problema del lenguaje. Más allá del uso particular que quiera hacer cada cual, como manera de reivindicar o de hacer notar un problema, tratar de controlar el lenguaje pensando que hay una forma correcta, forzar el lenguaje “para todos” justificado por un bien común, tratar de imponer una manera correcta de hablar, nos lleva a la imposición de una ideología, al autoritarismo y a una lucha especular sin fin. El lenguaje, su arbitrariedad, la posibilidad del malentendido, es lo que nos permite pensar. Como comenta la lingüista y feminista Carmen Junyant, no se trata de cambiar el lenguaje para cambiar el mundo, sino que más bien cambiando el mundo, es que podrá cambiar el lenguaje.

Dicho de otro modo, una cosa es usar el lenguaje como herramienta política, otra es creer que cambiando la estructura del lenguaje se vaya a eliminar la discriminación hacia la mujer, pues en esta lógica más bien vendría a ocurrir lo contrario, caeríamos del otro lado de la discriminación, y no sabríamos hasta dónde y cuándo se prolongaría esta lucha.

 ¿La lucha por el cambio no habremos de jugárnosla más bien en otras partes? Buscar las razones y las soluciones en el lenguaje nos puede llevar a un autoritarismo y adoctrinamiento, a un forzamiento de La manera correcta de hablar… a un mundo muy orwelliano. No por ello deja de existir una realidad sexista, pero no podemos creer que el lenguaje lo sea.

Hay significados que cambian según coloquemos “mujer” u “hombre”, pero ¿acaso puede imponerse el significado a través de un forzamiento del lenguaje? ¿no se trataría más bien de cambiar la realidad social, permitiendo así que cambien los significados que se interpretan?

Considero que el lenguaje inclusivo tiene una intención estimable pero basada en supuestos erróneos. El lenguaje en su estructura no es sexista, y tratar de imponer una correcta forma de hablar en aras de un supuesto bien común nos está dividiendo más que unirnos en la necesaria lucha por la igualdad de derechos, que se resiente. Perseguir una política lingüística, quizás nos esté alejando de una política social.

Desde luego, este encuentro Hacia Pipol 11 fue muy vivo y emocionante, me deja ecos que me siguen haciendo pensar y continuar en elaboraciones, y animan las ganas de encontrarnos en Bruselas este 1 de julio que está pronto por llegar.

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