Gustavo Dessal – Amador Fernández Savater – Juan Carlos Pérez – Marjorie Gutiérrez

En el segundo encuentro de las Noches de la Escuela, hacia las próximas Jornadas de la ELP: “Todo el mundo está en su mundo. Clínica de las invenciones singulares”, tuvo lugar una interesante reunión y conversación coordinada por Marjorie Gutiérrez, que contó con las intervenciones de Gustavo Dessal, quien planteó la pregunta acerca de si el analista no forma parte del “todo el mundo es loco” o sí pero estando más advertido; Juan Carlo Pérez con su planteamiento acerca de la experiencia del mundo desde la pantalla, y Amador Fernández Savater que lanzó la pregunta: ¿Cuando hablamos pasa algo?.

Compartimos las intervenciones de Gustavo Dessal y Juan Carlos Pérez.

¿En qué mundo está el psicoanalista?

Por Gustavo Dessal – Miembro de la ELP y de la AMP

            Hace más de tres años inventé algo que se llama “El Manicomio Global”, una columna que publico cada domingo en un perfil de Facebook, y que versa sobre un tema que por lo general no es portada en las noticias, sino que encuentro en la metonimia del discurso actual. Un tema que en mi opinión representa a veces de forma trágica, otras cómica, otras poética, alguno de los síntomas que nos afectan como sujetos y como civilización.

            Quisiera decir algo sobre la razón de ese nombre, “Manicomio global”, porque creo que es un modo de introducirnos al asunto que nos convoca esta noche, que es el de las próximas Jornadas de nuestra Escuela: “Todo el mundo está en su mundo”. Me gusta la palabra “manicomio”. Es un significante que ha caído en desuso, y que además tiene una connotación negativa, puesto que encarna una de las formas institucionales del discurso del amo más indignas que han existido. Sin embargo lo he elegido precisamente por ese motivo, porque uno de los errores de la era de la “corrección política” (un movimiento que también tuvo su legitimidad) fue creer que cambiando ciertos significantes, o censurando su uso, las cosas mejorarían sustancialmente. Por supuesto “nigger” o “sudaca” son palabras horribles, y es un signo de respeto decir “afroamericans” o “sudamericanos”. Pero el tiempo demostró que eso no era suficiente para resolver el grave problema del racismo, esa modalidad del odio al goce del Otro que por desgracia no podemos enfrentar solo mediante las campañas de educación.

            El significante “manicomio” lo decidí porque transmite bastante bien la locura del mundo. Y cuando digo “locura” no me refiero exclusivamente al sentido clínico de las psicosis, sino a la locura como paradigma de la condición humana. Para Freud, el sujeto que encarnaba el malestar de la civilización, el sujeto del inconsciente, era el neurótico. Freud no creía ni en la normalidad ni en el progreso, y eso supuso una toma de posición ética que cambió la visión de muchas cosas. Lacan llevó eso mismo a un extremo aún más radical. Vislumbró muy tempranamente que la civilización ya no seguía el rumbo de la “carretera principal”, un ordenamiento narrativo que sirviese para dar sentido a la inconsistencia de la vida, sino que se había fragmentado en innumerables senderos por los que cada cual deambula como mejor puede, tratando de sobrevivir. En los tiempos actuales el imperativo que no necesita ser enunciado para que todo el mundo lo escuche, es “sálvese quien pueda”.

            Hay un largo recorrido que lleva a cabo Lacan, desde su convicción allá por los años cuarenta del siglo pasado sobre la decadencia de la función paterna, pasando por su cuestionamiento al Edipo freudiano, el postulado de que el Nombre del Padre es un semblante o incluso un síntoma. En 1978, en la Sección Clínica de Vincennes, y tal vez a modo de tributo a Freud, dijo que el discurso analítico es el único que no se toma a sí mismo por La Verdad, la Verdad con mayúsculas. Lo cito: “En esto precisamente Freud se abrió camino. Él pensó que nada es más que sueño, y que todo el mundo es loco, es decir, delirante”. Sin duda, esto tiene consecuencias muy importantes para nuestra práctica. Implica, entre otras cosas, llevar la ética del psicoanálisis a un primer plano (recordemos el aforismo de Jaques-Alain Miller “No hay clínica sin ética”). Tenemos, por una parte, el carácter transclínico de la locura y el delirio, lo que no significa barrer la especificidad de la psicosis. Pero por otra, nos abre un interrogante muy serio: ¿hasta qué punto el analista mismo está exceptuado de la afirmación “Todo el mundo es loco, delirante”? ¿Él no forma parte de todo el mundo? ¿O acaso de su locura o su delirio está un poco más advertido?

            Ahora me gustaría señalar por qué el Manicomio no es local, ni nacional. Es global, y no cabe duda de que la globalización ha venido de la mano de Internet. Tal vez sea más correcto decir que Internet la impulsó de una forma definitiva. La globalización es un proceso económico, político y cultural. Con el fin de la Guerra Fría, los mercados comenzaron a interconectarse a gran escala, cada vez más, y surgieron las empresas multinacionales, la libre circulación de capitales, y todo eso que conocemos ahora bastante bien. La globalización fue un cambio fundamental en el comportamiento del discurso capitalista. Pero no me dedico a la economía, ni soy sociólogo, por lo tanto me interesa la globalización en el sentido en que Zygmunt Bauman la definió. Claro que él fue un extraordinario sociólogo, pero su manera de entender la globalización atrajo mi atención por lo que implica en el plano de la subjetividad. Él dice que la globalización significa que no existe un lugar donde uno pueda huir, no hay un “afuera”, una “exterioridad”.  No sé si como psicoanalista estoy completamente de acuerdo con esta visión, aunque fue una verdadera premonición del cómo el mundo empezaba a reconfigurarse. Por ejemplo, uno cree que Internet es un espacio virtual, y que existe además el mundo “real”. Nos desconectamos, como le gusta decir al filósofo coreano-alemán Byung-Chul- Han, y entonces nos podemos focalizar en otras cosas de la vida. Suena muy bien eso, pero me temo que no es posible, porque no hay una vida más allá de Internet, incluso si uno no se conecta a ningún dispositivo ni tiene siquiera conexión wi-fi. Lacan se dio cuenta de esto hace nada menos que medio siglo, algo increíble, cuando forjó la noción de “alethosfera” para referirse al espacio en el que habitamos, un espacio en el que los significantes se han encarnado en objetos, objetos que son el resultado de la ciencia aplicada.

            Ahora estamos un poco más advertidos de que la paranoia no es solo una estructura clínica, sino la modalidad bajo la cual somos vistos, oídos, radiografiados, escaneados desde todas partes, lo cual no es indiferente. Eso es el significado más profundo de la idea de Bauman de que no hay un “fuera de”. Sin embargo, el psicoanálisis tiene una posición distinta. No podemos dejar de reconocer que las tecnologías intervienen en todos los aspectos de nuestra vida, incluso los más íntimos, pero aún así hay un límite. El sujeto del inconsciente, el ser hablante, conserva pese a todo un reducto, un agujero que al menos hasta ahora la ingeniería, la Inteligencia Artificial, todos esos prodigios, no consiguen resolver. Hay un límite a la pretensión totalizadora de los datos. La omnipotencia de los datos, una omnipotencia que incluso los expertos reconocen que es bastante engañosa, no puede solucionar todo con sistemas capaces de alcanzar una velocidad de transmisión instantánea, puesto que no todo es técnicamente cifrable en el plano del sujeto del inconsciente. Eso se debe a que los cambios de época, la envoltura formal de los síntomas, los mecanismos de identificación verticales o en red, no alteran el axioma del inconsciente. Y para Lacan el inconsciente es la hiancia, el vacío, ese vacío que el sujeto va trazando a medida que da vueltas alrededor de su demanda (la “lista de deseos” de Amazon es la “lista de las demandas”) y en ese vacío confluyen los significantes impronunciables, el “no hay” de la relación sexual, y el goce irreductible.

            Por esa razón, todo el mundo delira a fin de de construir una narrativa, una ficción que dé un sentido de continuidad a la existencia de cada uno, a su ser de vacío. El drama humano es que al mismo tiempo esa ficción está hecha con la materia del malentendido. Por eso, cuando creemos que participamos del encuentro con el otro, en el fondo cada uno está en su mundo. El sentido, que no es otro que el sentido común, es una suerte de ilusión a la que nos confiamos. Quizá ese pueda ser el punto donde el deseo del analista encarne una diferencia.

            Hay muchas cuestiones que se abren aquí, como por ejemplo hasta qué punto la institución analítica promueve ese deseo o por el contrario puede sofocarlo. Quiero dejar bien claro que este problema es inherente a todas las instituciones, cuya dinámica responde a una lógica (planteada por muchos intelectuales, desde Irving Goffman hasta Foucault, y por supuesto el propio Lacan en su sesión del seminario “Disolución” y que se publicó en Ornicar en 1980 con el título “D’Écolage”), una lógica que tiende a revertir los fines para los cuales la institución fue creada. De allí la necesidad imperiosa de no entregarnos al autómaton, algo en lo que, como sabemos, es fácil deslizarse. Para eso la orientación lacaniana tiene una serie de instrumentos, una política que tampoco debe instalarse de tal modo que se transforme en abogada de las mociones del ello y convierta la relación con la causa analítica en un tormento. Pero vemos que cada cierto tiempo se impone la necesidad de agitar el confort, o la alienación, o el imaginario que tal  vez sirva para que nosotros tampoco olvidemos que estamos en nuestro propio mundo, y que cuando nos hablamos, creemos que nos hacemos signos, guiños, consignas como si supiésemos lo que estamos diciendo. Que el psicoanalista tenga horror de su acto, como lo enfatiza Lacan, implica que la clínica analítica incluye un real imposible de soportar, pese a cual cada uno debe arreglárselas con eso, solo. Solo, como lo recuerda Lacan a propósito de su relación con la causa analítica.

Gustavo Dessal: su ultimo libro publicado Face tu facebook. Ned ediciones. 2021

Sala de la Sede de Madrid de la ELP

El mundo desde mi pantalla

Por Juan Carlos Pérez Jiménez – Ensayista y profesor

“Todo el mundo está en su mundo”, en un lugar de su invención, es la idea central de la XXI Jornada de la ELP que nos sirve como guía para reflexionar sobre la manera en que hemos incorporado las pantallas a la hora de construir hoy nuestros propios mundos internos. Desde hace poco contamos con esta alianza inopinada, que nos ofrece refugio a la vez que nos expone a la intemperie, para habitar un lugar de evasión, de encuentro y de desencuentro, un lugar de un potencial enloquecedor. Nuestro mundo está cada vez más mediado por ese interfaz al que privilegiamos durante la mayor parte de nuestro tiempo de vigilia. Es habitual vernos enfrascados en nuestros dispositivos móviles, ignorando a nuestros acompañantes presenciales, viviendo el mundo desde nuestras pantallas. Desde ellas, todos -más aún los jóvenes- nos asomamos a los rincones que elegimos y reaccionamos o lanzamos nuestras propuestas a los demás, menos a la persona que tenemos físicamente al lado. Ensimismados en Instagram o TikTok pero, a la vez, ofreciendo la imagen de nuestra propia singularidad al resto para que sea observada, contemplada como algo digno de atención, digno de ser admirado, de ser amado. Toda demanda es demanda de amor.

“La vuelta al día en 80 mundos”, nombre que las Noches de la Escuela dio a una de las sesiones preparatorias para las Jornadas, remite a pensar que todos los universos caben en un instante. Y eso es así ahora gracias a la conexión tecnológica que nos permite recibir y propagar ideas e intimidad de forma inmediata. Pasamos de la reunión de trabajo al consumo de porno con un toque de pulgar; de la lectura del artículo filosófico a la búsqueda de un restaurante o un lugar de vacaciones en el mismo minuto. Ultrasaturados en ese día veloz en el que comprimimos todos los mundos, vemos cómo las pantallas no están cumpliendo con su papel como uno de esos lenitivos imprescindibles de los que habla Freud para hacer más llevadera la existencia -distracciones poderosas, satisfacciones sustitutivas o, directamente, narcóticos-, sino que están contribuyendo a sumar un malestar que se suponía que venían a aliviar.

Las pantallas nos han convertido en lo que podemos llamar “sujetos multiplicados”, que declinan su ser en un repertorio cada vez más amplio de aplicaciones y redes. No sospechábamos que, cuando tuviéramos oportunidad, la mayoría de nosotros querríamos alienarnos todo el tiempo posible, que viviríamos asomados a la ventana electrónica permanentemente, saltando de un dispositivo a otro, intentando no pisar la tierra, viviendo entre ficciones e invenciones. Soportamos mal nuestra propia compañía, como ha demostrado la pandemia. Nos quedamos mustios cuando estamos a solas y buscamos escapar de nosotros mismos constantemente. Las pantallas taponan el vacío, lo saturan, pero no consiguen colmar el deseo ni calmar la angustia. Aparecen en las antípodas del cuidado de sí, de la epimeleia heautou de la que hablan Foucault y los griegos, que nos orientaría hacia un cuidado que pasa por el conocimiento de nuestras carencias, de la falta que nos constituye, para un mejor gobierno de lo que somos. Eso es lo verdaderamente relevante a la hora de hacernos cargo de nosotros, de los otros y del mundo, y para hacerlo no hace falta ninguna herramienta digital. El diálogo, la escucha, la lectura, la meditación o incluso el encuentro analítico, pueden hacerse a través de una pantalla, pero la experiencia gana si no la hay.

Nos hemos refugiado tras el cristal electrónico, cuyo poder de atracción ha resultado ser tan magnético que, en demasiadas ocasiones, supera el atractivo de lo que nos rodea y de quienes nos acompañan. Los profesores se sienten derrotados, los padres se ven sobrepasados, las parejas tienen celos de la atención que se les presta a los dispositivos y los amigos se ignoran unos a otros durante el tiempo que pasan juntos físicamente. Esta forma de entrega a la compulsión de las pantallas tiene algo de mortífero que se manifiesta como una forma de habitar un limbo, algo que nos extirpa del presente para transportarnos a un no lugar donde todo es posible, pero nada es del todo real. Habitamos simultáneamente diferentes realidades inventadas, investidos por semblantes diversos, proyectando partes que no podían emerger en el mundo analógico, pero que se cobran el precio de una ausencia, una extirpación de la realidad que, acaba multiplicándonos por cero, nos anula y nos hace desaparecer, micronizados en las diferentes proyecciones.

¿Nos enloquece esta relación con la tecnología? Cuando menos, parece indudable su contribución a la insatisfacción y al sentimiento de vacío. Las autolesiones y el suicidio adolescente han aumentado en una progresión paralela al uso y la implantación de las redes sociales desde hace algo más de una década. ¿Causa o coincidencia? Mientras lo averiguamos, nadie puede negar la evidencia de los riesgos que supone su uso, como verbalizan los jóvenes de una forma cada vez más explícita. Las pantallas y la conexión tecnológica impone una creciente exigencia estética, que conlleva un falseamiento visual de la realidad. Esto se manifiesta en la recreación de nuestro propio entorno a través de las redes sociales, mostrando solo el ángulo perfecto, el bodegón compuesto, el selfie mil veces ensayado… Es imperativo mostrar el lado placentero, amable o triunfal de nuestras vidas sin enseñar nunca la otra cara, tediosa o banal que, en realidad, ocupa la mayor parte de nuestro tiempo. Podría pasar por un acto altruista, por un gesto optimista que intenta construir un mundo mejor y ofrecer a los demás la versión más prometedora de nosotros mismos, si no fuera por el sesgo de vanidad que envuelve casi todas estas iniciativas y que lo acerca más bien al delirio perceptivo: “Somos una generación triste con fotos felices”, es una frase que corre por Instagram para definir a la generación millennial. Los filtros y retoques digitales de la imagen cotidiana permiten recrear el cuerpo y el espacio hasta tal punto de distorsión que en algunos países como Noruega se ha prohibido a influencers y marcas a retocar sus fotos sin hacer una advertencia explícita en las publicaciones manipuladas. Ante la saturación de imágenes manipuladas, una incipiente demanda de veracidad ha dado pie a la creación de BeReal, unanueva red que no permite el uso de sin filtros y en la que solo se pueden subir fotos en un momento aleatorio del día, durante una ventada de unos minutos. Cabe preguntarse si una realidad más real tiene posibilidades frente a la realidad inventada o si ya nos resultará para siempre demasiado aburrida.

Pero todos sabemos que, en la reducción imaginaria, propia o ajena que se ofrece en los perfiles no cabe más que un enfoque parcial y maquillado. La certeza de incertidumbre convierte el intercambio virtual en un juego de adivinanzas permanente entre lo explícito y lo oculto, entre lo imaginario y lo real, en definitiva, entre una mentira y una verdad. La parresía, o la franqueza en el discurso, de la que habló Foucault como cualidad esencial en la antigua Grecia, se ha desvanecido de este panorama. El recurso de la parresía supone que alguien se arriesga a desvelarse y a confrontarse con el poder, alguien, expone Foucault, «que dice todo cuanto tiene en mente: no oculta nada, sinoque abre su corazón y su alma por completo a otras personas a través de su discurso».[1] Y lo hace aun a sabiendas de que se pone en peligro a sí mismo, de que se coloca en una posición vulnerable frente a la autoridad. Las extraordinarias mujeres que se expresan y se manifiestan ahora en Irán jugándose la vida tras el asesinato de Mahsa Amini son una noble excepción. Frente a esa valentía, está la deteriorada calidad de la verdad actual, ilustrada por ejemplo por el nombre que ha dado Donald Trump a la nueva red social creada por él mismo tras ser expulsado de Twitter. El presidente al que el Washington Post atribuyó 30.000 mentiras durante su mandato ha bautizado a su criatura Truth, “Verdad”. Los momentos de revelación honesta no son moneda de cambio habitual en un mundo que ha necesitado acuñar el término de posverdad, en el que no se abren francamente el corazón ni el alma y que en su lugar promueve que abramos los ojos ante las pantallas y la cartera ante la pasarela de pago.

Nuestra cultura abona un narcisismo, que es también una forma de ensimismamiento, que conecta con la idea de que “todo el mundo está en su mundo”, en el mundo aspiracional del que quiero formar parte, y con la imagen que transformo para intentar a integrarme en él. La ultrasaturación de tecnologías visuales a la que nos estamos sometiendo ha comportado como consecuencia una epidemia de epidermis, una epidemia narcisista sobre la que la perspectiva psicoanalítica tiene mucho que decir. Nuestros gadgets nos dieron entrada a un grandioso baile de máscaras, el hábitat natural del sujeto multiplicado -como alter ego del sujeto dividido lacaniano- una feria de las vanidades en la que perfiles y semblantes mejorados se rigen por los estatutos del avatar y el reinado del Photoshop. Hemos pasado a relacionarnos, de forma más o menos voluntaria, a través de la impostura de la imagen propia, magnificada por los aparatos a nuestro alcance, y sospechamos que todos los demás hacen lo mismo. Nos expresamos y compartimos nuestro mejor perfil, tras componer, descartar los intentos menos favorecedores, rencuadrar y pasar por un filtro las fotos que nos hacemos. A estas alturas, afirma Jacques-Alain Miller, sabemos «de manera explícita o implícita, ignorándolo, inconscientemente, que el Otro es solo un semblante».[2] Y una de las consecuencias de esta afectación en la relación con el Otro es que repercute en las convicciones más profundas sobre la posibilidad del vínculo.

No es un asunto menor, este narcisismo impulsado desde las pantallas. Este mundo está en una deriva narcisista delirante y enloquecedora: solo yo, un mí, mí, mí, individualista y egocéntrico, en el que el Otro aparece sobre todo como contrincante y enemigo. “El estadio del espejo” lacaniano explica mucho del potencial placentero de la imagen.  Esa primera representación de uno mismo lleva adherida, junto a la dimensión tranquilizadora y vivificante, otra cara que nos avanza el destino alienante de las imágenes, su capacidad reificante, su poder para convertirnos en cosa, en objeto observable o en espectador pasivo. Esa otra cara se relaciona con la estatua, con el fantasma y el autómata, o sea, con el cuerpo petrificado, desvitalizado, convertido en icono o en amenaza. Por estas primeras grietas que se abren en la percepción del infante se irá colando la capacidad dominadora de la imagen, que tan bien han sabido aprovechar la moderna cultura audiovisual y la tradicional fabricación de ídolos y modelos a los que adorar y servir. A su vez, el recuerdo y la amenaza de ese cuerpo fragmentado que tanto tememos, contribuyen a blindar el yo del sujeto como una coraza que se defiende y rechaza aquello que se percibe como Otro, lo que no es idéntico al sujeto, los diferentes, los extranjeros, las mujeres, lo queer, lo trans, así como todo lo que no puede conocerse plenamente de uno mismo, el sexo, el inconsciente, la otredad en nosotros. Lo homeomórfico, lo que tiene nuestra misma forma, alimenta esta deriva narcisista, de extrañamiento ante el otro, y sus consecuencias políticas pueden explicar algo del auge de la ultraderecha. Ya hace más de veinte años que la pensadora norteamericana Susan Buck-Morss nos advertía de que “el narcisismo que hemos desarrollado como adultos y que funciona como práctica anestesiante frente al shock de la vida moderna –y al que se recurre diariamente a partir de la fantasmagoría de la cultura de masas– es el terreno desde el cual el fascismo puede de nuevo resurgir.”[3] Cuando el diferente es visto como enemigo, cuando solo encontramos alivio frente al malestar en la reafirmación de lo propio, de nuestro mundo, cuando lo alternativo es percibido como amenaza y el Otro como contrincante, la construcción de lo común se hace imposible.

Juan Carlos Pérez – autor de Ultrasaturados. El malestar en la cultura de las pantallas (Plaza y Valdés, 2021)


[1] Foucault, Michel, Discurso y verdad en la antigua Grecia, Barcelona: Ediciones Paidós, 2004, p. 36-37.

[2] Miller, Jacques-Alain, El Otro que no existe y sus comités de ética, seminario en colaboración con Éric Laurent, Buenos Aires, Ediciones Paidós, 2005, p. 11.

[3] BUCK-MORSS, Susan, “Estética y Anestésica. Una revisión del ensayo de Walter Benjamin sobre la obra de arte”, La balsa de la Medusa, 25, 1993, pp. 55-98.

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